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EL RUMBO DE LA EDUCACIÓN EMOCIONAL

  “El pez que no sabía qué era el agua”

“Había una vez tres peces jóvenes que iban nadando y se encontraron por casualidad con un pez más viejo que nadaba en dirección contraria; el pez más viejo los saludó con la cabeza y les dijo: Buenos días, chicos. ¿Cómo está el agua?. Los dos peces jóvenes siguieron nadando un trecho; por fin uno de ellos miró al otro y le dijo:¿Qué demonios es el agua? “

F. Wallace

Implantar la Educación emocional

A menudo, las realidades más obvias e importantes son las que más nos cuesta ver y explicar[i]. Creo que esto, precisamente, es lo que sucede cuando intentamos implantar la educación emocional y social en la escuela. Estamos tan preocupados por desarrollar niños y niñas “competentes”, que nos cuesta ver el papel tan importante que ocupa lo que nos acompaña todo el tiempo, aquello en lo que estamos sumergidos: nuestras relaciones y los valores que las sustentan.

Sócrates decía que para conocer y conocerse es preciso preguntarse, una y otra vez, sobre aquello a lo que nos dedicamos diariamente, sobre el qué, el porqué y el para qué. Actualmente existe un gran acuerdo respecto al porqué de la necesidad de una educación emocional. Uno de los motivos más señalados tiene que ver con la violencia en las sociedades y su presencia en las escuelas. Según el organismo de la Naciones Unidas (ONU), dos de cada 10 alumnos sufren algún tipo de acoso o violencia, lo que equivale a la escalofriante cifra de unos 246 millones de jóvenes -niños, niñas y adolescentes- sufriendo por este motivo en todo el mundo. En España este problema afecta al 4 {626431f64260306c56d55804f0a681391204748f247c11cf3f92abfbe0d94ac2} del alumnado, según datos del Ministerio de Educación. De ahí, la necesidad urgente de que las escuelas sean lugares seguros e inclusivos, entendiendo esto como una necesidad básica y un derecho por el que se debe velar.

Otro motivo es el aumento alarmante de depresiones, adicciones y otros problemas emocionales entre los jóvenes. Los casos de depresión, por ejemplo, aumentaron casi un 20{626431f64260306c56d55804f0a681391204748f247c11cf3f92abfbe0d94ac2} en la última década convirtiéndose en la mayor causa de discapacidad en el mundo. Según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), el suicidio es una de las tres primeras causas de muerte para las personas entre los 15 y 44 años y es la segunda causa de fallecimientos en el grupo de niños y jóvenes de entre 10 y 24 años.

Pero además de la necesidad de proteger y asegurar el bienestar de nuestros hijos e hijas, existe la preocupación respecto a cómo podrán vivir con éxito en un mundo globalizado, complejo, que se transforma de forma continua y vertiginosa, que requiere no sólo saber manejar la diversidad sino también aceptar los cambios y tolerar la incertidumbre. Para lograrlo, parece imprescindible tener capacidad crítica, saber discriminar lo que es valioso e importante para nuestro desarrollo como individuos y como sociedad, poder adoptar perspectivas muy diferentes a la propia, comprender y negociar con personas de distintas culturas, ser conscientes de lo que sentimos para poder autorregularnos emocionalmente y dirigirnos hacia metas saludables, o saber colaborar y resolver conflictos. Todo ello depende en gran medida de una buena educación emocional y social (ESE).

¿En qué debemos centrarnos para construir los valores y actitudes que serán base
de nuestra sociedad futura?

¿A qué debemos prestar más atención si deseamos prevenir los
problemas emocionales y sociales y facilitar la adaptación a una
sociedad tan compleja? ¿En qué debemos centrarnos para
construir los valores y actitudes que serán base de nuestra
sociedad futura?

 Educación emocional y competencias básicas

Desde la Unión Europea y la OCDE[ii] se ha propuesto el desarrollo de competencias básicas o claves como una solución al problema de la adaptación, promoviendo en las escuelas una transformación metodológica y curricular que facilite el acceso al mercado laboral.

Una educación organizada en torno al desarrollo de competencias tiene muchas ventajas, ya que éstas implican no sólo un conocimiento teórico en un área concreta sino un “saber hacer” y un “saber ser” que puede aplicarse a una diversidad de contextos académicos, sociales y profesionales. Esto permite lograr una mayor flexibilidad de adaptación a una sociedad que se transforma rápidamente y estar más capacitados para afrontar un futuro cargado de incertidumbre. Y aunque las competencias clave que se propone en el plan de estudios español no se señalen explícitamente las competencias emocionales, éstas están implícitas en todos los procesos de enseñanza y aprendizaje.

Las competencias emocionales no sólo son transversales a todas las demás competencias, sino que sería muy difícil lograr un desarrollo integral de los niños, niñas y jóvenes -meta principal de todos los sistemas educativos- sin considerar su dimensión emocional. Por otro lado, la pedagogía implícita en la educación por competencias va necesariamente unida a un cambio en las metodologías. Los estudiantes van evolucionando y pasando de ser meros receptores a ser sujetos activos, investigadores y creadores, que comparten el conocimiento con un profesor o profesora que orienta y apoya. Parece evidente, que esta compleja transición difícilmente pueda darse sin habilidades socioemocionales (HSE) en los docentes.

Conocimiento científico de las emociones

Y en este punto es dónde el conocimiento científico puede ayudarnos. En los últimos treinta años, se han venido produciendo grandes avances en psicología y neurociencia que han colocado a las emociones en el punto de mira. Calando poco a poco un mensaje: no hay razón o conocimiento sin emoción. La idea de la plasticidad cerebral y la posibilidad de moldear nuestro cerebro a través de las prácticas educativas ha generado un gran interés para muchas escuelas que tratan de innovar. Pero, sin duda, el concepto de inteligencia emocional desarrollado por Salovey y Mayer (1990), y popularizado por Goleman (1995), ha sido el que más ha calado entre el profesorado.

En los últimos años, se han ido desarrollando programas, con mayor o menor base científica, para incorporar el tratamiento de las emociones en las aulas. Las experiencias de desarrollo de la educación emocional en escuelas de todo el mundo van arrojando resultados fructíferos, observándose mejoras principalmente en el bienestar psicológico de los alumnos. Así, los docentes, desde que en 2006 las competencias incurren en el panorama educativo español y la educación emocional se vuelve una necesidad ineludible, siguen aún hoy adaptando sus metodologías, formándose por su cuenta o recibiendo entrenamiento organizado en sus propias escuelas, universidades u otras instituciones educativas, e ingeniándoselas de forma creativa para insertarlas en el currículo y el quehacer diario.

De la teoría a la práctica

Pero como en todos los procesos de transformación social, que pueden durar décadas, siempre existen zig-zags, resistencias o contradicciones. Un ejemplo de ello, lo encontramos cuando observamos la distancia que existe aún entre lo que se dice y lo que se hace. Así, podemos encontrarnos con relativa frecuencia a padres y madres cautivadas por la “inteligencia emocional”, que apuestan por colegios que exhiben programas en este sentido, pero que apenas pasan tiempo con sus hijos; docentes que acaban de enfatizar el valor de la empatía y, acto seguido, gritan a sus alumnos para que guarden silencio; alumnos y alumnas instruidos sobre las ventajas de la “conciencia plena” pero que están desde las 7h de la mañana hasta bien avanzada la noche, hiperactivos física e intelectualmente y angustiados ante la presión de las evaluaciones; o equipos docentes que no se escuchan cuando tratan de llevar a cabo un programa de aprendizaje cooperativo en la escuela.

Observamos la distancia que existe aún entre lo que se dice y lo que se hace. Así, podemos encontrarnos con relativa frecuencia a padres y madres cautivadas por la “inteligencia emocional”, que apuestan por colegios que exhiben programas en este sentido, pero que apenas pasan tiempo con sus hijos

Naturalmente, la incoherencia afecta a los niños y niñas que, como ya sabemos, internalizan más cómo nos relacionamos día a día, que aquello que les decimos que deben hacer. Esto pone de manifiesto que el asunto de la educación emocional y social es bastante complejo, que no basta con pensar en ciertas actividades específicas para el aula, sino que es preciso cuestionarse algo más que trasciende el día a día en las aulas. Quizá en la escuela suceda lo que el psiquiatra inglés John Bowlby definió como “transmisión intergeneracional”, refiriéndose a la transmisión inconsciente de patrones de apego entre padres e hijos a través de las distintas generaciones. Quizá sean las competencias emocionales y sociales las más difíciles de incorporar a la práctica educativa, precisamente porque están “encarnadas”, porque son el resultado de prácticas de relación y patrones de comunicación que no siempre son conscientes. O quizá, no estemos prestando atención a lo que es más relevante y necesario tratar.

Cuando colaboro en escuelas como psicóloga especializada en ESE, encuentro con bastante frecuencia a profesionales que ya llevan una larga trayectoria de formación en “inteligencia emocional”, “inteligencias múltiples”, “aprendizaje cooperativo”, “convivencia”, “prevención del bullying” y un largo etcétera de formaciones relacionadas. Pero aún reconocen que siguen necesitando más apoyos en este sentido. Sin duda, el desarrollo de este conocimiento y habilidades requiere de una formación continuada en el tiempo y la mayoría de los cursos o programas formativos son de corta duración o no mantienen un seguimiento (como mucho, a lo largo de un año escolar). Esta falta de seguimiento suele deberse no sólo a todos los costes que implica, sino al hecho de que en estas formaciones no solemos incluir el objetivo de que los docentes aprendan a autogestionar su propio desarrollo competencial. Tampoco es frecuente, en esta línea de favorecer un seguimiento, asegurar la participación y el compromiso de todos los miembros de la comunidad educativa, o reflexionar juntos sobre la evaluación de resultados para llevar a cabo reorganizaciones y seguir insistiendo en los aspectos que se muestran relevantes y que nos permitan progresar. Es decir, rara vez contemplamos el desarrollo de la educación emocional y social como un sistema o proceso abierto de aprendizaje, o no, al menos, de forma claramente explícita y formalizada.


“Esta falta de seguimiento suele deberse no sólo a todos los costes que implica, sino al hecho de que en estas formaciones no solemos incluir el objetivo de que los docentes aprendan a autogestionar su propio desarrollo competencial, asegurar la participación y el compromiso de todos los miembros de la comunidad educativa, o reflexionar juntos sobre la evaluación de resultados”


La mayoría de los docentes con los que hablo me dicen que la formación recibida no les ayuda a resolver problemas con los estudiantes difíciles. Tampoco a lograr que los alumnos se motiven suficientemente por las tareas y mejoren su rendimiento, ni a involucrar a las familias de forma colaborativa. Tampoco suelen encontrar solución al manejo de los “grupos que no funcionan” ni a desarrollar una conciencia emocional de cada alumno para poder prevenir el maltrato. Por lo que yo he podido observar, muchos de los docentes formados en educación emocional conocen bien cómo hablarles a sus alumnos y alumnas de las emociones básicas, ayudarles a reconocerlas o hacer de la empatía un valor en clase. Pero a pesar de ello, no saben muy bien cómo responder cuando un alumno o alumna está experimentando una pérdida -la muerte de un ser querido, la separación de los padres, un distanciamiento de los compañeros, la falta de reconocimiento o de logro, etc.-, ni tampoco les resulta fácil relacionar los sentimientos con los procesos de enseñanza y aprendizaje, por ejemplo, saber detectar y gestionar la inseguridad, un bajo sentimiento de autoeficacia o el aburrimiento. Y a menudo podemos observar cómo se mantienen pasivos o desinteresados por la inclusión social de algunos alumnos menos populares, si éstos no causan un conflicto directo en el aula.

La formación en competencias emocionales

Sospecho que la formación que solemos llevar a cabo, aunque pretenda el desarrollo de competencias tanto en los docentes como en los estudiantes, no suele estructurarse o concebirse desde las relaciones e interacciones cotidianas en el aula. Es decir, no estamos capacitando para manejar las interacciones significativas que se producen en el día a día, ni considerando los sentimientos que se entretejen durante los procesos de enseñanza y aprendizaje.

La mayoría de los programas de educación emocional suelen basarse en una serie de actividades diseñadas previamente por un experto en la materia (sin participación de los que las van a protagonizar) y en torno a un objetivo relacionado con el desarrollo de una competencia y/o habilidades concretas. Se procura que su realización resulte lúdica o entretenida, así como suficientemente representativa para el ejercicio docente o para la propia vida del estudiante. Esta formación generalmente “separa” a docentes, estudiantes y familias para ser instruidos en una serie de conceptos acerca del cerebro y las emociones básicas, cómo éstas “deben” ser reconocidas y reguladas, así como a una serie de prácticas dirigidas a ensayar las estrategias relacionadas con cada habilidad. Estos ensayos suelen darse en contextos o situaciones que simulan situaciones reales o que guardan alguna relación simbólica con la realidad y se desarrollan principalmente en horario de tutorías o en un espacio de tiempo extraescolar. A su vez, las evaluaciones de la eficacia de los programas formativos suelen basarse en pruebas tipo test u otras medidas indirectas que puedan reflejar la adquisición de tales actitudes o habilidades.

Si bien, todo lo que pueda ayudar a todos los miembros de la comunidad educativa a reflexionar o construir conceptos sobre qué son las emociones y su importancia puede ser bueno, el problema principal de este tipo de prácticas programadas se encuentra en la transferencia de ese conocimiento a la propia vida. De hecho, muchas de estas metodologías tienen poco que ver con cómo nos relacionamos diariamente o, más importante aún, con cómo se desarrollan de forma “natural” o informal las HSE y los contextos normativos que las facilitan. Por lo que no es fácil establecer un puente o transferir el conocimiento a las interacciones cotidianas o a la propia relación consigo mismos. Quizá estemos poniendo más el acento en un conocimiento más declarativo que procedimental y olvidándonos de fomentar un aprendizaje situado y significativo. Lo paradójico de esto es que, aunque los programas suelen articularse en torno al objetivo de capacitar emocional y socialmente, no estamos asegurando la flexibilidad y transferencia de conocimientos o habilidades, que es precisamente la cuestión central e implícita en el propio concepto de competencia[iii].

El modelo científico sobre las emociones

Todo esto nos conecta con una cuestión sobre la que es necesario reflexionar, que es sobre los propios contenidos que se manejan en la mayoría de los programas formativos. Un concepto muy presente es el de las “emociones básicas” y todo el aparataje conceptual que lleva asociado: la identificación de cinco o seis emociones[iv], la universalidad de las mismas, el que a cada emoción le corresponda una expresión diferenciada y una localización en el cerebro, así como la idea de un cerebro emocional que es manejado o controlado por una parte más evolucionada (neocórtex típicamente humano). Ello conlleva que a los estudiantes se les instruya en la identificación de tales emociones y en una serie de señales internas y externas que deberían acompañarlas. Aunque en la mayoría de las ocasiones este modelo se presenta, tal como señala la psicóloga Lisa Barret, como “el modelo” científico sobre las emociones, lo cierto es que sólo es “un modelo” que pretende explicarlas. Y esta elección tiene consecuencias.

Hace tiempo que se cuenta con abundantes pruebas científicas de que no hay huellas físicas constantes asociadas a tales emociones, sino que más bien lo que existe es una gran variación, tanto para cada emoción como para cada persona. Aunque el rostro sea una fuente indudable de comunicación, hoy por hoy, no es posible afirmar que cada emoción tenga una expresión facial diagnóstica[v]. Las emociones “básicas”, tal como las concebimos, no son innatas y el resultado de un pasado evolutivo. Las emociones se construyen[vi]. Somos capaces de interpretar lo que sienten o sentimos en función de nuestra experiencia pasada y el contexto, creencias, intencionalidad y un lenguaje verbal y no verbal consensuado culturalmente (cada familia, de hecho, comparte sus propios códigos). Que compartamos en nuestra cultura un código de señales emocionales se debe a la transmisión intergeneracional de conceptos creados en torno a las mismas.

Tal como señala Lisa Barret, una emoción es una creación por parte del cerebro del significado que tienen nuestras sensaciones corporales en relación con lo que ocurre en el mundo. Partiendo de esta idea y desde un punto de vista aplicado, lo básico no sería aprender a reconocer en uno mismo o los demás las “emociones básicas” (como reza en muchos programas educativos). Lo básico sería que nosotros, padres, madres y docentes, sepamos escuchar y ser sensibles a lo que sienten los niños, niñas y jóvenes para poder ayudarles a dar un sentido a su experiencia, co-creando un significado respecto a sí mismos y el mundo que les rodea. Lo básico es la relación para poder cablear el cerebro. Hay mucho que profundizar aquí y no es el objetivo de este escrito, pero es evidente que una visión de la emoción construida confiere una clara responsabilidad al contexto a la hora de crear y regular las emociones. Por poner un ejemplo, no se trata de que como educadores debamos enseñar a los niños y niñas a detectar y corregir su ira, sino más bien de ser conscientes del papel que tenemos en ese proceso. Concebir las experiencias emocionales desde la interacción.

La cultura de la felicidad

Pero no debe escapársenos que, junto a esta visión tradicional sobre el cerebro y las emociones, convive una cultura del “optimismo”, de la felicidad, como un estilo de vida. La clave está en no desfallecer, no enredarse en análisis contextuales, porque “si te esfuerzas, todo se consigue”, lo que pone el foco en la exhibición de las emociones positivas, algo que se refleja en las distintas prácticas relacionadas con la educación emocional. Esto no sería preocupante si levantara las mismas pasiones el conflicto y su importancia en el desarrollo tanto psicológico como social, pero por desgracia no es así.

No cabe duda de que las emociones positivas se han convertido en un negocio y que la idea de la plasticidad cerebral (sí demostrada científicamente) se ha vuelto realmente atractiva para aquellos que se plantean crear “líderes” desde la guardería. Es muy preocupante esta obsesión por el individuo y la idea de que el éxito dependa de la adquisición de ciertas habilidades. Muchos pensadores ya nos vienen advirtiendo de las graves consecuencias psicológicas y sociales que esto entraña, al poner el acento y la responsabilidad en lo que uno “debería saber hacer” y poca o ninguna en el entorno[vii]. Pero lo es aún más el hecho de negar o interpretar la vulnerabilidad y codependencia como un déficit y no como una condición inherente al hecho de ser humanos. Lo que nos lleva al tratamiento que se está haciendo en los hogares y las escuelas de las emociones “negativas”.

La distracción y supresión de las emociones negativas

 En el hogar, padres y madres cada vez tenemos jornadas más largas de trabajo. El déficit de relación con los hijos que ello implica se compensa a través de actividades extraescolares para los mismos. De modo que la estrategia de regulación emocional que más se está extendiendo es la de mantenernos ocupados y, de paso, seguir siendo productivos. La hiperactividad es el antídoto actual contra el desánimo, la tristeza, la angustia o la depresión en nuestro tiempo. Nos acostumbramos a desviar la atención de lo que nos hace sentir mal. Dejamos de conectar con nuestros propios sentimientos porque hemos dejado de dialogar sobre los mismos. La pérdida del diálogo reflexivosobre lo que sentimos es sustituido por el uso de terapias o cursos para que hijos, padres y madres desarrollen “competencias”.

Observo que en aquellas escuelas en las que se ha invertido en educación emocional, se ha aprendido que las emociones negativas también cumplen su función vital -en teoría-, que hay que aceptarlas -ya que son “naturales”- y que es muy importante saber gestionarlas. Pero es interesante observar que, incluso en los manuales prácticos educativos, se habla constantemente de “gestionar o regular las emociones negativas”, pero no de gestionar la relación o lo que las desencadena. El acento se coloca principalmente en la propia respuesta física y/o expresiva. Con frecuencia, si el docente hace algo para facilitar tal autorregulación es hablarle al niño o niña de su propia emoción y de lo que debe hacer con “ella” porque el fin es que desarrolle esa competencia emocional que se considera básica. Los problemas que esta concepción presenta se hacen más evidentes cuando se trata de manejar conflictos en el aula. Lidiar con la indignación, los enfados, las quejas, los abusos o el maltrato en general, no resulta nada fácil. Y más difícil aún si se trata de gestionarlo con adolescentes, a quiénes es más complicado convencer o motivar porque “se revelan”.

En general, cuando algún niño, niña o joven expresa una emoción negativa (por ejemplo, enfado o tristeza) tendemos a intentar convencerles para que, de un modo u otro, relativicen la causa, se distraigan o inhiban su expresión de disgusto. Raramente aprovechamos la ocasión para escuchar e intentar comprender el estado y circunstancias en las que se encuentran o para reflexionar sobre qué podemos mejorar en la relación o en nuestras metodologías de enseñanza y aprendizaje. Es frecuente que de modo inconsciente transmitamos el mensaje: Tienes que dejar de sentirte así. Sigue haciendo tus tareas.

Desde pequeños, aprendemos a desembarazarnos de las emociones negativas -estrategia útil en algún caso, pero peligrosa cuando se convierte en un estilo-, porque representan una amenaza a la felicidad. Lo que nos lleva a otra de las cuestiones clave: la autorregulación. La responsabilidad de regular las emociones, con bastante frecuencia suele descansar en el propio niño o niña. Así, la capacidad de autorregularse depende principalmente de saber tomar contacto con lo que se siente y disminuir su intensidad y expresión (en caso de que se trate de una emoción negativa). Pareciera que el cómo los demás respondan, cuando expresamos sentimientos, no tuviera mucha relevancia en el desarrollo de esa capacidad.

Sin embargo, los datos científicos y la experiencia clínica demuestran que la capacidad de regular las emociones y la construcción del mundo interpersonal depende de la respuesta de las personas de las que dependemos. El sistema de apego[viii] es el principal regulador de la experiencia emocional desde el nacimiento y hay razones para creer que los mecanismos implicados en estas primeras construcciones también operan en las relaciones entre iguales y en los contextos educativos formales, más allá de los primeros años de vida. Desde este punto de vista, difícilmente un niño, niña o joven va a desarrollar la capacidad de reconocer en sí mismo o en los demás los sentimientos, empatizar, autorregularse o extraer un conocimiento interpersonal, sino es habiendo experimentado de forma directa y sistemática la atención, escucha y empatía ante sus respuestas emocionales libres y únicas. Es decir, a través de las relaciones que le faciliten expresar sus sentimientos reales y obtener una respuesta sensible que refleje sus sentimientos, los valide y los considere para beneficio propio y de los demás.

La co-regulación emocional en la escuela

Expresar lo que sentimos y obtener una respuesta, que nos ayude a darle un sentido y significado compartido, es una necesidad psicológica básica. Se trata de un esquema sobre el que se asentará nuestra confianza y capacidad de relacionarnos positivamente. Por lo que es preciso hablar más de corregulación emocional. Eso implica asegurar en el aula la escucha y empatía, una respuesta sensible[ix] y el diálogo reflexivo sobre qué y cómo nos impactan subjetivamente las distintas experiencias. Necesitamos una escuela que se base en la intersubjetividad, en la reflexión compartida y el acuerdo, para progresar psicológica y socialmente.

De ahí la necesidad de contemplar la educación emocional no como la realización de talleres o conjunto de actividades, ni siquiera como una asignatura para ensayar o entrenar habilidades, sino como un modo especial de relacionarnos en el aula, dentro de un marco de valores que enfatice el respeto por las diferencias, la colaboración y el cuidado mutuo. Ese modo especial de relacionarse, de co-regularse emocionalmente, debe estar presente en toda la escuela y comprometer a todos. El reto se haya en el diseño de una formación que nos capacite para conseguirlo.

Renovando la educación emocional

Hace ya muchos años que se viene hablando de la necesidad de una educación que desarrolle a los estudiantes de forma integral. Hace ya mucho, grandes figuras de la Psicología o la Pedagogía, como Vigotsky, Piaget, Bowlby, Bruner, Bandura, Montessori, Freire… nos hablaron del papel de la heterorregulación (como paso previo y necesario para una autorregulación); de la importancia del conflicto para tomar conciencia del proceso y de partir del conocimiento previo y de la acción de los estudiantes; de la necesidad de sentir seguridad emocional para poder explorar(se) con libertad; de la relevancia del andamiaje en el aprendizaje; del sentimiento de autoeficacia como clave de motivación; del valor del juego como medio de ensayo y conocimiento; o del diálogo reflexivo y crítico para aprender y transformar(nos)… Todas estas cuestiones están íntimamente ligadas a la educación emocional y social. Pero en estas enseñanzas existe un mensaje implícito, una cuestión de fondo que da sentido y organización a las prácticas educativas: conectar la satisfacción de las necesidades psicológicas básicas con la mejora de la sociedad. 

Sin embargo, en el nuevo discurso que se va extendiendo por las escuelas del mundo, no sólo no se habla de satisfacer las necesidades emocionales en la infancia y la adolescencia, sino que el fin relacionado con la transformación social se va diluyendo, poco a poco, y se va relacionando las HSE principalmente con el éxito en el trabajo. La diferencia es trascendente.

La educación emocional y social debe estar por encima de las necesidades del mercado, debe elevarse. La escuela no puede pasar de ser una institución que refleje las prácticas del pasado a, bajo la presión de un mundo globalizado, verse abocada a desarrollar con urgencia a los futuros individuos “flexibles”. Sin duda alguna, las habilidades son importantes, pero también lo son los fines y los valores, que organizan y dan sentido a su puesta en práctica (algo ya acordado a la hora de definir qué es competencia). La ESE es la garantía de que las competencias básicas se comprendan y apliquen asegurando la satisfacción de las necesidades afectivas e identitarias, así como en beneficio de la defensa de los derechos humanos.

Educar emocionalmente en la escuela implica conectar con las grandes metas del ser humano: Amor, Conocimiento, Libertad, Justicia, Igualdad… La inteligencia emocional y social será el resultado de haberlo hecho bien. Los docentes no deben renunciar a los grandes sueños de la humanidad. Hoy, más que nunca, necesitamos educadores críticos, reflexivos y conscientes del contexto mundial en el que se navega, capaces de reanudar el rumbo e ir a contracorriente, para lograr que las personas y las sociedades evolucionen, cuidando los unos de los otros y del planeta en que vivimos.

Sobre el autor

CARMEN LOUREIRO, Madre de 2 hijos, Doctoranda en Psicología, Psicóloga investigador, experta en Comunicación y Educación Emocional y Social.

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